Ciego amor

 Estábamos caminando por esa calle llena de árboles cuando de pronto te detuviste, como esos soldados en las pelis cuando sienten que han pisado una mina y un paso más los despedazaría. Te pregunté qué sucedía, no me respondiste, sólo giraste y volviste sobre tus pasos, moviste unas bolsas de basura que estaban a un lado y cogiste una masa amorfa, sanguinolenta. Te miraba asombrado, me lo mostraste, no sabía qué diablos era, sólo sentía miedo, de pronto lo besaste, le susurraste unas palabras. Ahora no sólo sentía miedo, sino náuseas también, juré nunca mas besarte hasta que te desinfectaras la boca, pero ahora llorabas, llorabas conmovida, enfurecida, te pregunté (una vez más) qué sucedía, me miraste indignada, como diciéndome lo tonto que soy, qué cómo es posible que no lo note. Recién en ese momento pude ver lo que pasaba: tenías un gato entre las manos, o -al menos- algo que se asemejaba a uno. Estaba lleno de sangre, según me lo ibas mostrando lo podía ver mejor, era pequeño, debía de tener apenas unos días. Le faltaba un ojo, donde debía haber uno, ahora sólo había una costra enorme. Paraste un taxi, yo estaba más desconcertado ahora, subiste sin decirme nada, te seguí, recién ahí me dijiste que íbamos a una veterinaria, supuse que, en un acto de “bondad”, pagarías para que una inyección acabe con el martirio que llevaba por vida ese animal. Pero no, cuando llegamos y el veterinario te dijo que no había mucho por hacer, que sacrificarlo era lo mejor, que un gato tuerto sufriría mucho, tú te opusiste tercamente -con esa terquedad tan tuya- y dijiste que no, que lo cuidarías, que lo cure y ya. Así lo hizo, lo curó y te lo llevaste, yo te critiqué, te dije que no debías hacer eso, que tus padres se enojarían, que ese animal no merece una vida así, me dijiste que yo era un animal que no merecía vivir por pensar así. Tal como dijiste, lo hiciste: cuidaste de él con un amor único, un amor del que -aun conociendo lo cariñosa que eras- me sorprendió, le diste un tiempo y una dedicación tan noble que, debo reconocerlo -avergonzado- llegué a sentir celos de aquel gato. Luego creció, creció y fue todo un gato, corría por toda tu (su) casa (al fin tus padres se resignaron a él) persiguiendo lo que sea que encontrara en su camino, y cuando llegabas tú, ¡ay cuando tú llegabas!, a agarrarse, nadie se podía acercar a más de un metro porque entonces él era una fiera llena de celos. Era normal, todos te queríamos para nosotros, eras exclusividad oculta de nuestros afectos. Un día el que llegó fui yo y. no había fiesta, más bien se podría decir que la tristeza se podía tocar, estabas llena de lágrimas y lo traías entre tus brazos, lo cargabas como deseando que nadie lo toque, parecías una madre celosa de su cachorro y eso era justamente lo que había pasado. Se había escapado por la noche, atraído por unos lejanos ronroneos, trepó el techo y fue a dar a la azotea en la que una gata había parido. Curioso, se acercó a olfatearlos, en eso llegaste tú, no sabias cómo pero algo te había hecho ir hasta ese lugar, sin embargo junto a ti llegó la gata inmensa y furiosa que ahora miraba llena de odio a tu gato, cuando quisiste reaccionar, fue muy tarde, ya estaban envueltos en una terrible pelea que no se detuvo hasta que la gata cayó muerta y él, gravemente herido. Quizás en ese instante -dentro, muy dentro de ti- deseaste que hubiera muerto también: estaba ciego, la gata, de un zarpazo, le había arrancado el único ojo que le quedaba. Corriste al veterinario, te dijo lo mismo que la primera vez, sólo que ahora todo era doblemente grave, un ojo menos, doble el dolor. No te disté por vencida, ¡ja!, qué lo ibas hacer pues. Hiciste que lo curaran y, con todo el cargo de conciencia encima, bajaste a los seis gatos recién paridos. Para sorpresa tuya esa noche, él se echo con ellos, dándoles calor, ese calor que con su poca vida les brindaba para que ellos vivieran. Quién sabe, quizás le habías trasmitido tu eterna nobleza y se hallaba culpable de matar a su madre y ahora se sentía en el deber de cuidarlos, cuidarlos a pesar de su ceguera y de la ceguera de esos gatos, porque eso era un concierto de ciegos, todos maullaban buscando algo en la oscuridad. Él los lamía y limpiaba con una dedicación similar a la tuya. Te pasabas el día alimentándolos y cargándolos, te turnabas con él para darles calor, cuando tú lo hacías, él se paraba e iba caminando como un borrachito, chocándose con todo, hasta que aprendió dónde estaba cada cosa y ni más tropezó. Ellos crecieron, los tuviste que regalar, el día que se fueron lloraste abrazada a él, que, sabiendo de tu dolor y sobreponiéndose al propio, te hizo toda clase de mimos y piruetas para animarte, los mismos que en un gato ciego se veían doblemente tiernos y divertidos. Hasta que un día sucedió lo que todos temíamos: obedeciendo a su instinto audaz y rebelde -tan suyo y tan tuyo, tan de ustedes- decidió dejar la seguridad de su (tu) hogar, aventurándose a la calle, pero todo el tiempo de encierro lo había vuelto demasiado confiado. Nadie vio en verdad cómo sucedió, te dieron muchas versiones, lo claro fue que un carro lo había matado. Yo te consolé, o intenté hacerlo (cómo si eso fuera posible), diciéndote que lo habías tratado muy bien, que vivió más de lo que cualquiera hubiera pensado y que seguramente su muerte fue rápida y no la sintió. Pero ambos sabíamos que mentía, ninguno se tragó le cuento, sabíamos que el pobre había sufrido y que la sola imagen de su muerta atroz no nos dejaría dormir nunca más en paz.

Comentarios